25 ene 2013

Historia de un encargo: "La catira" de Camilo José Cela / Guerrero, Gustavo


CELA EN SUDAMÉRICA
Una aventura con la mar por medio (mayo-noviembre de 1953)

El 6 de diciembre de 1953, desde las páginas del semanario El Español, Juan Aparicio López saludaba alborozado el regreso de Camilo José Cela a Madrid. Sin escatimar elogios, el entonces director general de Prensa de la dictadura franquista ponía de relieve el importante papel que el joven escritor había desempeñado durante su reciente gira por Colombia, Ecuador y Venezuela. «Al Federico García Sanchiz que hace las Américas por su cuenta y riesgo», afirmaba, «has sucedido tú con un nuevo arquetipo de misionero civil de la España de Francisco Franco, mas también por tu cuenta y riesgo.» Y añadía a renglón seguido: «Ya en Quito, ya en Caracas, ya en Bogotá, allí van asimismo los toreros, has sido no esa cosa fea que es el intelectual a secas sino esa cosa cálida, caliente, que es el español de tomo y lomo, tan capaz de lucir un frac con cremallera en ciertos sitios pudibundos pero aureolado por la Encomienda de Isabel la Católica pendiente al cuello, como de recitar un poema, volar por la selva o pegar un puñetazo.» No sé qué era más relevante en tan contundente saludo, si el ataque contra el académico García Sanchiz, o la bienvenida y las loas para Camilo José Cela. Probablemente, una y otras, o acaso algo más – ¿por qué no?– que hoy se nos escapa por completo. Confieso que no son muchas mis luces sobre la cocina política de El Español en esos años, pero sí creo que Juan Aparicio López dice algo cierto cuando subraya un aspecto esencial de aquella aventura sudamericana de Cela, que luego el tiempo ha ido borrando, o como relegando al olvido. Me refiero a la compleja naturaleza de un viaje que fue a la vez personal y oficial, turístico y diplomático, literario y político. En efecto, basta acercarle un poco la lente y mirarlo con cuidado, para descubrir que sus facetas fueron sumamente variadas, casi tanto como las diversas peripecias que le van ocurriendo al celebrado novelista en Sudamérica. Éste, según avanza la gira, pareciera irse fundiendo en esa misma diversidad al descomponerse en un rosario de proteicos avatares que tratan de compendiar roles y posturas distintas.

Así, será, simultánea o sucesivamente, huésped de honor de la Colombia de Laureano Gómez y/o enviado especial de Informaciones de Madrid, o joven adalid del tremendismo literario y/o nuevo adelantado de la Hispanidad y las políticas culturales de Alberto Martín Artajo, el ministro español de Asuntos Exteriores de la época.

Por asombroso que parezca, de todo ello no queda mayor traza ni en los múltiples y fragmentarios relatos autobiográficos redactados por el novelista gallego –de La cucaña (1959) a Memorias, entendimientos y voluntades (2001) – ni en las diferentes biografías que se le han consagrado –de Cela, mi padre (1989) de Camilo José Cela Conde a Cela, el hombre que quiso ganar (2003) de Ian Gibson–. Hoy por hoy, con diferentes matices y colores, la versión más socorrida de aquel cruce del Atlántico hace de él una precaria y azarosa excursión –otro «vagabundaje» celiano– que habría que situar en una línea de trabajo análoga a la que preside los libros de viaje del autor. Digamos, para ser más claros, que sería algo así como una prolongación ultramarina de sus aventuras de escritor libertario que, de pronto, y sin que se sepa muy bien por qué, echa a andar por los caminos. Tal es la imagen que se desprende, por ejemplo, de la serie de croniquillas que, a la manera del Viaje a la Alcarria (1948), Cela redacta durante la gira para Informaciones. Y no es otra la que nos ofrece su hijo cuando escribe que «en el mes de mayo de mil novecientos cincuenta y tres, mi padre cruzó el Atlántico a bordo de un avión de hélice, con cien pesetas en el bolsillo y un divieso en la nalga izquierda». Cela Conde va todavía más lejos: «El joven y ya famoso escritor español sobrevivió en Colombia, Ecuador y Venezuela como los soldados de la gloriosa Infantería: a fuerza de improvisar sobre el terreno con los recursos que le iban saliendo al paso.»

Huelga insistir en que los demás biógrafos apenas se apartan de esta versión y describen el viaje como una improvisada gira de conferencias, o como la odisea de un gallego que se va a hacer las Américas. Nada se dice así de las invitaciones ni las recepciones diplomáticas, nada delas entrevistas con presidentes y dictadores, nada de los escenarios de una operación de prestigio en pro de la política internacional del franquismo.

De lo que sí se habla –y mucho– es de la famosa Catira, la novela que le contrata el gobierno del dictador Marcos Pérez Jiménez en Venezuela. Pero también con este asunto del millonario encargo se plantea un problema de perspectiva, pues, como se le describe al margen de sus contextos históricos originales, se le hace ver ya como una peripecia más, ya como una joya solitaria o un soberbio golpe de suerte. De hecho, para algunos biógrafos, es casi como el merecido trofeo que viene a coronar una audaz y accidentada expedición. Bien lo sugiere Cela Conde cuando, hilando su metáfora seiscentista, escribe: «Venezuela supuso para mi padre encontrar su El Dorado personal.» Extrapolado, y luego reinterpretado en clave de leyenda, el affaire de la novela venezolana acaba inscribiéndose así en el espacio de uno de esos tantos mitos a los que suelen recurrir las biografías en busca de precisión y sentido –y también, no hay que olvidarlo, de cierta ejemplaridad.

Sin embargo, como ocurre a menudo con las cosas de Camilo José Cela, la realidad parece haber sido, ya lo he dicho, bastante más compleja, y además, como lo veremos enseguida, mucho más interesante.

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