26 jul 2013

El asesinato de Pitágoras / Marcos Chicot


CAPÍTULO 1

16 de abril de 510 a. C.

Akenón, sin desviar la mirada de la pequeña copa de cerámica que contenía su vino, observó por el rabillo del ojo al posadero. Éste se acercó a su mesa hasta quedar a un par de pasos, titubeó y volvió a alejarse. No le gustaba que un cliente estuviera tanto tiempo sin ni siquiera beberse la primera copa, pero no se atrevía a molestar a un extranjero, seguramente egipcio, que además de sacarle una cabeza iba armado con una espada curva y un puñal que no se molestaba en ocultar.

Akenón volvió a ensimismarse, ajeno al ambiente lúgubre de aquella posada. Llevaba allí dos horas y todavía permanecerían varias más, pero a partir de que se pusiera el sol estaría en compañía de alguien que jamás habría entrado en ese antro por voluntad propia.

Acarició distraídamente la superficie de la copa y después dio un pequeño sorbo. El vino era sorprendentemente digno. Sin levantar la cabeza, recorrió la sala con la mirada.

«Esta noche acabará todo.»

La mayoría de las leyendas se van exagerando hasta alejarse completamente de la realidad. “Pero en el caso de los sibaritas casi todo es cierto», pensó Akenón.

Síbaris era una de las ciudades más populosas que había conocido en su ajetreada vida. Decían que contaba con trescientas mil almas, y tal vez fuese verdad. El resto de mitos, no obstante, sólo eran ciertos en la parte de la ciudad más cercana al importante puerto. Allí residía la mayoría de aristócratas, dueños de casi toda la fértil llanura en la que se asentaba la ciudad, y poseedores de una flota comercial que sólo palidecía ante la de los fenicios.

Los aristócratas sibaritas eran tal como se decía: vivían para el placer, el lujo y el refinamiento. Buscaban la comodidad hasta el punto de no permitir que en su parte de la ciudad se instalaran herreros o caldereros ni se acuñara moneda. Aunque huían del trabajo como de la peste, no descuidaban el control sobre el poder, que ejercían directamente, ni sobre el comercio, que manejaban a través de empleados de confianza. Llevaban dos siglos acumulando riqueza, de lo cual Akenón estaba encantado, pues gracias a ello le habían encargado la investigación mejor pagada de su vida.

Hacía un rato que había oscurecido cuando una silueta se recortó en la entrada de la posada. Localizó a Akenón, hizo un gesto sobrio de reconocimiento y volvió a salir. Un minuto después entraron varios sirvientes seguidos por un personaje encapuchado. De poco le servía ocultarse tras una capucha cuando estaba envuelto en lujosas telas de raso y terciopelo, y cuando su cuerpo era el doble de voluminoso de lo normal.

Un esclavo se apresuró a desplegar un amplio taburete con asiento detiras de cuero entrelazadas. Colocó encima un grueso cojín de plumas y el encapuchado se sentó frente a Akenón haciendo un gesto de incomodidad. Los sirvientes lo rodearon, unos pendientes de sus deseos, otros ejerciendo de guardaespaldas. El posadero hizo amago de acercarse e inmediatamente se lo impidieron.

Akenón levantó la copa hacia el recién llegado.

—Te recomiendo el vino, Glauco. Es bastante bueno.

Glauco hizo un gesto de desprecio a la vez que se bajaba la capucha. Él sólo bebía el mejor vino de Sidón.

Akenón observó con inquietud a su compañero de mesa. Se retorcía las manos, rechonchas y húmedas. La papada ocupaba el lugar donde debía haber estado el cuello y por sus mofletes carnosos caían gotas de sudor. Los ojos, engañosamente tiernos, se movían con rapidez como si fuera incapaz de fijar la mirada.

«Me temo que esta noche voy a descubrir un Glauco nuevo.»

Un viejo y desagradable recuerdo, de cuando vivía en su Egipto natal, asaltó a Akenón. Hacía unos veinticinco años había resuelto brillantemente una investigación policial. Gracias a ello lo contrató el propio faraón Amosis II. En teoría para formar parte de su guardia privada, pero la realidad era que debía investigar a miembros de la corte y nobles con excesivas ambiciones. Akenón destapó pocos meses más tarde una conspiración organizada por un primo del faraón. Amosis II lo felicitó efusivamente y el joven Akenón se hinchó de orgullo. Al día siguiente asistió al interrogatorio del pariente conspirador. Tras las preguntas y amenazas de rigor comenzaron los golpes. Después aparecieron enfermizos artilugios metálicos y aquello degeneró en una sádica tortura. Akenón se puso tan enfermo que dejó que fueran otros los que preguntaran. Media hora más tarde ni siquiera se hacían preguntas. No abandonó la sala porque habría sido un signo de debilidad inaceptable, pero dejó la vista perdida a unos metros del interrogado, procurando evitar que las imágenes de la carnicería se grabaran en su cerebro. Sin embargo, no pudo hacer nada para mantener fuera los gritos. Ahora, cada vez que despertaba empapado en sudor, el eco de aquellos espantosos alaridos permanecía largo rato retumbando en su cabeza.

No volvió a asistir a un interrogatorio, ni se lo pidieron, pero volver a pasar por algo similar era uno de sus temores más profundos.

Glauco lo sacó de aquellos recuerdos.

— ¿Cuánto tiempo hay que esperar? —El semblante del sibarita reflejaba una desesperación febril.

Aunque ya se lo había explicado detalladamente, Akenón volvió a responder con paciencia.

—Tarda entre cuatro y seis horas en descomponerse con el calor de la piel. Como hace bastante frío, quizás requiera un par de horas más.


Glauco gimió y enterró la cara en las manos. Aún tenía que esperar horas, y cada minuto le resultaba un tormento insufrible.

3 jul 2013

Inferno / Dan Brown


Yo soy la Sombra.
A través de la ciudad doliente, huyo.
A través de la desdicha eterna, me fugo.
Por la orilla del río Arno, avanzo con dificultad, casi sin aliento... tuerzo a la izquierda por la via dei Castellani y enfilo hacia el norte, escondido bajo las sombras de los Uffizi.
Pero siguen detrás de mí.
Sus pasos se oyen cada vez más fuertes, me persiguen con implacable determinación.
Hace años que me acosan. Su persistencia me ha mantenido en la clandestinidad..., obligándome a vivir en un purgatorio..., a trabajar bajo tierra cual monstruo ctónico.
Yo soy la Sombra.
Ahora, en la superficie, levanto la vista hacia el norte, pero soy incapaz de encontrar un camino que me lleve directo a la salvación..., pues los Apeninos me impiden ver las primeras luces del amanecer.
Paso por detrás del palazzo con su torre almenada y su reloj con una sola aguja...; me abro paso entre los primeros vendedores de la piazza di San Firenze, con sus roncas voces y su aliento a lampredotto y a aceitunas al horno. Tras pasar por delante del Bargello, me dirijo hacia el oeste en dirección a la torre de la Badia y llego a la verja de hierro que hay en la base de la escalera.
Aquí ya no hay lugar para las dudas.
Abro la puerta y me adentro en el corredor a partir del cual —lo sé— ya no hay vuelta atrás. Obligo a mis pesadas piernas a subir la estrecha escalera... cuya espiral asciende en suaves escalones de mármol, gastados y llenos de hoyos.
Las voces resuenan en los pisos inferiores. Implorantes.
Siguen detrás de mí, implacables, cada vez más cerca.
No comprenden lo que va a tener lugar... ¡Ni lo que he hecho por ellos!
¡Tierra ingrata!
Mientras voy subiendo, acuden a mi mente las visiones..., los cuerpos lujuriosos retorciéndose bajo la tempestad, las almas glotonas flotando en excrementos, los villanos traidores congelados en la helada garra de Satán.
Asciendo los últimos escalones y llego a lo alto. Tambaleándome y medio muerto, salgo al aire húmedo de la mañana. Corro hacia la muralla, que me llega a la altura de la cabeza, y miro por sus aberturas. Abajo veo la bienaventurada ciudad que he convertido en mi santuario frente a aquellos que me han exiliado.
Las voces gritan, están cada vez más cerca. — ¡Lo que has hecho es una locura!
La locura engendra locura. — ¡Por el amor de Dios! —exclaman—, ¡dinos dónde lo has escondido!
Precisamente por el amor de Dios, no lo haré.
Estoy acorralado, tengo la espalda pegada a la fría piedra. Miran en lo más hondo de mis ojos verdes y sus expresiones se oscurecen.
Ya no son aduladoras, sino amenazantes.
—Sabes que tenemos nuestros métodos. Podemos obligarte a que nos digas dónde está.
Por eso he ascendido a medio camino del cielo.
De repente me doy la vuelta, extiendo los brazos y me encaramo
a la cornisa alta con los dedos, y me alzo sobre ella primero de rodillas y finalmente de pie, inestable ante el precipicio. Guíame, querido Virgilio, a través del vacío.
Sin dar crédito, corren hacia mí e intentan agarrarme de los pies, pero temen que pierda el equilibrio y me caiga. Ahora suplican con desesperación contenida, pero les he dado la espalda. Sé lo que debo hacer.
A mis pies, vertiginosamente lejos, los tejados rojos se extienden como un mar de fuego... iluminando la tierra por la que antaño deambulaban los gigantes: Giotto, Donatello, Brunelleschi, Miguel Ángel, Botticelli.
Acerco los pies al borde.
— ¡Baja! —gritan—. ¡No es demasiado tarde!
¡Oh, ignorantes obstinados! ¿Es que no veis el futuro? ¿No comprendéis el esplendor de mi creación?, ¿su necesidad?
Con gusto haré este sacrificio final..., y con él extinguiré vuestra última esperanza de encontrar lo que buscáis.
Nunca lo encontraréis a tiempo.
A cientos de metros bajo mis pies, la piazza adoquinada me atrae como un plácido oasis. Me gustaría disponer de más tiempo..., pero ése es el único bien que ni siquiera mi vasta fortuna puede conseguir.
En estos últimos segundos distingo en la piazza una mirada que me sobresalta.
Veo tu rostro.
Me miras desde las sombras. Tus ojos están tristes y, sin embargo, en ellos también advierto admiración por lo que he logrado.
Comprendes que no tengo alternativa. Por amor a la humanidad, debo proteger mi obra maestra.
Que incluso ahora sigue creciendo..., a la espera..., bajo las aguas teñidas de rojo sangre de la laguna que no refleja las estrellas.
Finalmente, levanto la mirada y contemplo el horizonte. Por encima de este atribulado mundo hago mi última súplica.
Querido Dios, rezo para que el mundo recuerde mi nombre, no como el de un pecador monstruoso, sino como el del glorioso salvador que sabes que en verdad soy. Rezo para que la humanidad comprenda el legado que dejó tras de mí.
Mi legado es el futuro.
Mi legado es la salvación.
Mi legado es el Inferno.
Tras lo cual, musito mi amén... y doy mi último paso hacia el abismo.
 

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