27 mar 2012

Leonardo da Vinci

Leonardo de Vinci es tal vez el más claro ejemplo de espíritu plural que pasó a la inmortalidad. Leonardo de Vinci fue un genio en su época y lo sigue siendo a pesar de los siglos transcurridos. Su inteligencia sutil profundizó en todas las ramas de las ciencias y las artes, sin que ninguna dificultad obstaculizara su camino.
 
Sólo su misma inquietud, su extraordinaria capacidad, ese espíritu plural de que hemos hablado, esa eterna insatisfacción que le caracterizaba, constituyeron serios obstáculos en su vida, los cuales no le permitieron dejar concluida ninguna de las muchísimas obras que comenzó. El deseo de abarcar más y más le hacía inconstante. Y la infinita ilusión de ser cada vez más perfecto en su obra no le dejaba hallar el punto exacto donde esa obra alcanzaba su fin. Leonardo de Vinci fue arquitecto, ingeniero, matemático, filósofo, músico, escultor, inventor ingenioso y pintor por excelencia, amén de cultivar otras muchas actividades, siempre en busca de esa perfección anhelada, de esa satisfacción ignorada.
 
Leonardo de Vinci fue depositario de los más preciados dones. A la gigantesca inteligencia que poseía había que añadir una gracia delicada en todas y cada una de sus acciones y, además, una gran belleza corporal, nunca bastante alabada. Todo contribuyó a que su fama se extendiera más y más, hasta el punto que después de su muerte alcanzó dimensiones inusitadas, llegando a nuestros días tan lozana y amplia como lo fue en sus tiempos. No es extraño, pues, que hayamos querido bucear en tan extraordinaria personalidad para conocer detalles y hechos de la vida del que es genio inmortal de la Historia del Mundo: Leonardo da Vinci.




13 mar 2012

Jean-Jacques Rousseau

 “Un Loco Interesante”

A lo largo de los últimos doscientos años la influencia de los intelectuales ha crecido sin cesar. En efecto el ascenso del intelectual laico ha sido un factor clave en la configuración del mundo moderno. Visto en la larga perspectiva de la historia es en muchos sentidos un factor nuevo. Es cierto que en sus encarnaciones anteriores como sacerdotes, escribas y augures, los intelectuales han afirmado su derecho a guiar a la sociedad desde el primer momento. Pero como custodios de culturas sacerdotales, ya fuesen primitivas o complejas, sus innovaciones morales e ideológicas estaban limitadas por los cánones de una autoridad externa y por la herencia de la tradición. No eran ni podían ser espíritus libres, aventureros de la mente. Con la decadencia del poder eclesiástico en el siglo dieciocho surgió un nuevo tipo de mentor para llenar el vacío y atraer la atención de la sociedad. El intelectual laico podía ser deísta, escéptico o ateo. Pero estaba tan dispuesto como cualquier pontífice o presbítero a decirle a la humanidad cómo manejar sus asuntos. Desde el primer momento proclamaba una devoción especial por los intereses de la humanidad y un deber evangélico de promoverlos por sus enseñanzas. Aportaba a esta tarea que se adjudicaba a sí mismo un enfoque mucho más radical que sus predecesores religiosos. No se sentía atado por ningún cuerpo de religión revelada. La sabiduría colectiva del pasado, el legado de la tradición, los códigos prescriptivos de la experiencia ancestral existían para ser seguidos selectivamente o rechazados en tu totalidad, según decidiera su propio buen sentido. Por primera vez en la historia humana, y con confianza y audacia creciente, los hombres se alabaron para afirmar que podían diagnosticar los males de la sociedad, y curarlos, usando sólo su propio intelectos: más aún, que podían idear fórmulas que no sólo la estructura de la sociedad sino también los hábitos de los seres humanos podían ser transformados para mejor. A diferencia de sus predecesores sacerdotales, no eran servidores e intérpretes de los dioses, sino sus sustitutos. Su héroe era Prometeo, que robó el fuego celestial y lo trajo a la tierra. Una de las características más marcadas de los nuevos intelectuales laicos fue el deleite con que sometían a la religión y a sus protagonistas al escrutinio crítico. ¿En qué medida habían beneficiado o dañado a la humanidad estos grandes sistemas de fe? ¿En qué medida estos papas o pastores habían vivido de acuerdo con sus preceptos de pureza y veracidad, de caridad y benevolencia? Los veredictos pronunciados sobre ambos, iglesias y clero, fueron duros. Ahora, después de dos siglos durante los cuales la influencia de la religión ha seguido decayendo y los intelectuales laicos han desempeñado un papel cada vez mayor en la formación de nuestras actitudes e instituciones, ha llegado el momento de examinar sus antecedentes tanto públicos como personales. Quiero concentrarme en especial en las credenciales morales y de criterio que tienen los intelectuales para decir a la humanidad como conducirse. ¿Cómo condujeron sus propias vidas? ¿Con qué grado de rectitud se comportaron con la familia, amigos y colaboradores? ¿Fueron justos en sus trabajos con el otro sexo y en los comerciales? ¿Dijeron y escribieron la verdad? ¿Cómo ha soportado sus propios sistemas la prueba del tiempo y la praxis? Esta investigación comienza con Jean Jacques Rousseau (1712,1778), que fue el primero de los intelectuales modernos, su arquetipo y en muchos sentidos el más influyente de todos. Hombres mayores que él como Voltaire habían comenzado el trabajo de demoler los altares y entronizar la razón. Pero Rousseau fue el primero en combinar todas las características destacadas del prometeico moderno; afirmación de su derecho a rechazar el orden existente en su totalidad; confianza en su capacidad para rehacerlo desde los cimientos de acuerdo con principio ideados por él mismo; creencia en que esto podía lograrse por medio del proceso político; y no en último término, reconocimiento del papel enorme que el instinto, la intuición y el impulso desempeñan en la conducta humana. Creía tener un amor especial por la humanidad y que había sido investido con dones y percepciones sin precedentes para aumentar su felicidad. Una cantidad asombrosa de gente, en su día y desde entonces, lo ha aceptado según su propia estimación. Tanto a largo como a corto Plazo su influencia ha sido enorme. En la generación posterior a su muerte alcanzó la condición de mito.
‘An Interesting Madman’ 

Over the past two hundred years the influence of intellectuals has grown steadily. Indeed, the rise of the secular intellectual has been a key factor in shaping the modern world. Seen against the long perspective of history it is in many ways a new phenomenon. It is true that in their earlier incarnations as priests, scribes and soothsayers, intellectuals have laid claim to guide society from the very beginning. But as guardians of hieratic cultures, whether primitive or sophisticated, their moral and ideological innovations were limited by the canons of external authority and by the inheritance of tradition. They were not, and could not be, free spirits, adventurers of the mind. With the decline of clerical power in the eighteenth century, a new kind of mentor emerged to fill the vacuum and capture the ear of society. The secular intellectual might be deist, sceptic or atheist. But he was just as ready as any pontiff or presbyter to tell mankind how to conduct its affairs. He proclaimed, from the start, a special devotion to the interests of humanity and an evangelical duty to advance them by his teaching. He brought to this self-appointed task a far more radical approach than his clerical predecessors. He felt himself bound by no corpus of revealed religion. He collective wisdom of the past, the legacy of tradition, the prescriptive codes of ancestral experience existed to be selectively followed or wholly rejected entirely as his own good sense might decide. For the first time in human history, and with growing confidence and audacity, men arose to assert that they could diagnose the ills of society and cure them with their own unaided intellects: more, that they could devise formulae whereby not merely the structure of society but the fundamental habits of human beings could be transformed for the better. Unlike their sacerdotal predecessors, they were not servants and interpreters of the gods but substitutes. Their hero was Prometheus, who stole the celestial fire and brought it to earth. One of the most marked characteristics of the new secular intellectuals was the relish with which they subjected religion and its protagonists to critical scrutiny. How far had they benefited or harmed humanity, these great systems of faith? To what extent had these popes and pastors lived up to their precepts, of purity and truthfulness, of charity and benevolence? The verdicts pronounced on both churches and clergy were harsh. Now, after two centuries during which the influence of religion has continued to decline, and secular intellectuals have played an ever-growing role in shaping our attitudes and institutions, it is time to examine their record, both public and personal. In particular, I want to focus on the moral and judgmental credentials of intellectuals to tell mankind how to conduct itself. How did they run their own lives? With what degree of rectitude did they behave to family, friends and associates? Were they just in their sexual and financial dealings? Did they tell, and write, the truth? And how have their own systems stood up to the test of time and praxis? The inquiry begins with Jean-Jacques Rousseau (1712–78), who was the first of the modern intellectuals, their archetype and in many ways the most influential of them all. Older men like Voltaire had started the work of demolishing the altars and enthroning reason. But Rousseau was the first to combine all the salient characteristics of the modern Promethean: the assertion of his right to reject the existing order in its entirety; confidence in his capacity to refashion it from the bottom in accordance with principles of his own devising; belief that this could be achieved by the political process; and, not least, recognition of the huge part instinct, intuition and impulse play in human conduct. He believed he had a unique love for humanity and had been endowed with unprecedented gifts and insights to increase its felicity. An astonishing number of people, in his own day and since, have taken him at his own valuation. In both the long and the short term his influence was enormous. In the generation after his death, it attained the status of a myth.

Paul Johnson



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