24 nov 2012

Jacques Rancière – El odio a la democracia


Las razones de un odio 

Podemos volver ahora a los términos de nuestro problema inicial: vivimos en sociedades y Estados que se llaman «democráticos» y se distinguen por este término de las sociedades gobernadas por Estados sin ley o por la ley religiosa. ¿Cómo comprender que, en el seno de estas «democracias», una intelligentsia dominante, cuya situación evidentemente no es desesperada, y que no aspira demasiado a vivir bajo otras leyes, acuse, día tras día, de todas las desgracias humanas, a un solo mal, llamado democracia? 

Pongamos las cosas en orden. ¿Qué queremos decir exactamente cuando decimos vivir en democracias? Estrictamente entendida, la democracia no es una forma de Estado. Está siempre más acá y más allá de estas formas. Más acá, como el fundamento igualitario necesario y necesariamente olvidado del Estado oligárquico. Más allá, como la actividad pública que contraría la tendencia de todo Estado a acaparar la esfera común y a despolitizarla. Todo Estado es oligárquico. El teórico de la oposición entre democracia y totalitarismo lo acepta fácilmente: «no se puede concebir régimen que, en algún sentido, no sea oligárquico». Pero la oligarquía da a la democracia más o menos lugar, es más o menos corroída por su actividad. En este sentido, las formas constitucionales y las prácticas gubernamentales oligárquicas pueden ser llamadas más o menos democráticas. Se toma habitualmente la existencia de un sistema representativo como criterio pertinente de la democracia. Pero este sistema es, en sí mismo, un compromiso inestable, una resultante de fuerzas contrarias. Tiende hacia la democracia en la medida en que se relaciona al poder de no importa quién. Desde este punto de vista, se pueden enumerar las reglas que definen el mínimo que permite declarar democrático a un sistema representativo: mandatos electorales cortos, no acumulables, no renovables; monopolio de los representantes del pueblo sobre la elaboración de las leyes; prohibición a los funcionarios del Estados de ser representantes del pueblo; reducción al mínimo de las campañas y las despensas de campaña, y control de la injerencia de las potencias económicas en los procesos electorales. Semejantes reglas no tienen nada de extravagante y, en el pasado, muchos pensadores o legisladores, las han examinado con atención, como medio de asegurar el equilibrio de los poderes, de disociar la representación de la voluntad general de la de los intereses particulares, y de evitar lo que consideraban el peor de los gobiernos: el gobierno de los que aman el poder y son diestros en apoderarse de él. Sin embargo, basta hoy enumerarlos para suscitar la hilaridad. A justo título: lo que llamamos democracia es un funcionamiento estatal y gubernamental exactamente contrario: elegidos eternos, que acumulan o alternan funciones municipales, regionales, legislativas o ministeriales, y que sujetan a la población por el lazo esencial de la representación; gobiernos que hacen las leyes por sí mismos; representantes del pueblo masivamente resultantes de una escuela de administración; ministros o colaboradores de ministros reubicados en empresas públicas o semi-públicas; partidos financiados por el fraude en los contratos públicos; hombres de negocios que invierten sumas colosales en la persecución de un mandato electoral; patrones de imperios mediáticos privados que se apoderan a través de sus funciones públicas del imperio de los medios públicos. En resumen: el acaparamiento de la cosa pública por una sólida alianza de la oligarquía estatal y de la oligarquía económica. Se comprende que los críticos del «individualismo democrático» no tengan nada que reprochar a este sistema predatorio de la cosa y del bien público. De hecho, estas formas de consumo excesivo de los empleos públicos no dependen de la democracia. Los males de los que sufren nuestras «democracias» son antes que nada los males ligados al apetito insaciable de los oligarcas. 

No vivimos en democracias.

16 nov 2012

EL CRIMINAL


Un hombre joven y fuerte, debilitado por el hambre, se encontraba sentado en la acera con la mano extendida hacia los transeúntes, mendigando y repitiendo la triste canción de su derrota en la vida, sufriendo el hambre y la humillación. 
Al caer la noche, resecos los labios y la lengua, su mano aún estaba tan vacía como su estómago. 
Con las pocas fuerzas que le quedaban logró salir de la ciudad y sentarse bajo un árbol a llorar amargamente. Entonces elevó los perplejos ojos al cielo mientras el hambre le corroía por dentro, y dijo: 
-Oh Señor, fui a ver al rico y le pedí empleo, pero él me lo negó por mi pobreza; llamé a las puertas de la escuela, pero aquello fue alivio prohibido, pues tenía las manos vacías; busqué cualquier ocupación que me diera de comer, pero las puertas estaban cerradas. Me volqué con desesperación a la mendicidad, pero Tus adoradores al verme me decían: "Eres fuerte y holgazán, y no deberías mendigar". 
"Oh Señor, por Tu voluntad mi madre dio a luz, y ahora la tierra me devuelve a ti antes del Fin de los tiempos. 
Su expresión cambió súbitamente. Se puso de pie, y ahora sus ojos resplandecían decididos. Con una rama confeccionó un bastón duro y resistente, y señalando con él la ciudad gritó: 
-Clamé por un mendrugo de pan con toda la fuerza de mi voz y me fue negado. 
¡Ahora lo obtendré con la fuerza de mis brazos! Clamé por un mendrugo de pan en nombre de la misericordia y el amor, pero la humanidad desoyó mi llamado. Ahora lo tomare en nombre de la maldad. 
Los años implacables convirtieron al joven en ladrón, asesino, y destructor de almas, aniquiló a sus adversarios; acumuló una fabulosa riqueza con la que triunfó sobre los poderosos. Fue admirado por sus colegas, envidiado por el resto de los ladrones, y temido por las multitudes. 
Sus riquezas y falso prestigio influyeron sobre el Emir para que lo nombrara alcalde de aquella ciudad: el triste proceder de los pérfidos gobernantes. Entonces los robos fueron legales; la autoridad alentó la opresión; el aniquilamiento de los débiles fue un lugar común; las muchedumbres sobornaron y adularon. 
¡Así fue como la primera manifestación de egoísmo humano hizo criminales a los mansos, y asesinos a los hijos de la paz; así fue como la primitiva avidez de la humanidad creció y vive azotándose una y mil veces!


Khalil Gibrán (Líbano, 6/1/1883-New York, 10/4/1931)
Lagrimas y Sonrisas / El Criminal (1914)

8 nov 2012

La naturaleza humana: justicia versus poder / NOAM CHOMSKY | MICHEL FOUCAULT


En noviembre de 1971, la televisión holandesa transmitió un dialogo entre Noam Chomsky y Michel Foucault, moderado por Fons Elders, que se inscribía en la serie de encuentros organizados por el International Philosophers Project. Ya en la presentación del encuentro, y anticipando lo que posiblemente ocurriría, Elders caracterizo a los oponentes como “dos obreros que estuviesen perforando un túnel en una montaña, cada uno desde un lado opuesto, con instrumentos diferentes, y sin saber si se encontraran”. 

En efecto, si bien las preocupaciones de los dos intelectuales eran coincidentes en muchos aspectos, tanto las herramientas filosóficas con las que abordan su trabajo como las conclusiones a que los llevaban sus investigaciones eran ya radicalmente distintas y en muchos casos, francamente contradictorias. 

El debate se llevo a cabo en dos partes. La primera, de carácter más bien filosófico, permitió a cada uno desarrollar sus respectivas posturas y delimitar el campo de sus intereses. La segunda, mas netamente política, se convirtió en un verdadero duelo de argumentos en el que se expresarían, con no menos inteligencia que acidez, fuertes divergencias. 

La naturaleza humana: justicia versus poder es un extraordinario modelo de intercambio intelectual, una puesta en perspectiva de las estrategias de pensamiento de Foucault y de Chomsky y un magnifico documento del encuentro entre dos de las figuras mas importantes de la filosofía del siglo XX
 

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