31 ene 2013

Yukio Mishima / La corrupción de un ángel


El mar de la fertilidad 

Capítulo 15

Tôru tampoco tenía que trabajar al día siguiente. Pasó la jornada viendo una película y contemplando los barcos en el puerto. Su turno empezaría a las nueve de la mañana siguiente.
   Tras diversos tifones el cielo de las postrimerías del verano desplegaba por vez primera nubes estivales. Se mostraba más atento que de costumbre a las nubes, pensando que éste sería su último verano en la estación de comunicaciones. 
   El cielo de aquella tarde era bello. Filas de nubes se hallaban suspendidas sobre el océano, como si fuera el mismo dios de las tormentas. 

Pero el inmenso bosque anaranjado de nubes estaba decapitado por otra capa de nubes. Aquí y allá los potentes músculos de las nubes de tormenta enrojecían de timidez y el cielo vertía sobre ellos una avalancha de intensos azules. Esta capa era oscura y relucía como un arco radiante. 
   Era la capa de nubes más próxima y más alta. En una perspectiva exagerada, las capas que seguían detrás parecían descender en escalones más allá del cielo claro. Quizás, pensó Tôru, era un fraude perpetrado por las nubes. Quizás las nubes, a través de un juego de perspectivas, estaban engañándole. 
   Entre las nubes, como antiguas figuras de guerreros en arcilla blanca, había algunas que semejaban dragones retorciéndose airada y tenebrosamente hacia las alturas. Algunas, al perder su forma, se teñían de rosa. Luego se separaban en suaves rojos, amarillos y púrpuras y perdían sus poderes borrascosos. El rostro blanco y resplandeciente del dios había cobrado el tinte ceniciento de la muerte.

25 ene 2013

Historia de un encargo: "La catira" de Camilo José Cela / Guerrero, Gustavo


CELA EN SUDAMÉRICA
Una aventura con la mar por medio (mayo-noviembre de 1953)

El 6 de diciembre de 1953, desde las páginas del semanario El Español, Juan Aparicio López saludaba alborozado el regreso de Camilo José Cela a Madrid. Sin escatimar elogios, el entonces director general de Prensa de la dictadura franquista ponía de relieve el importante papel que el joven escritor había desempeñado durante su reciente gira por Colombia, Ecuador y Venezuela. «Al Federico García Sanchiz que hace las Américas por su cuenta y riesgo», afirmaba, «has sucedido tú con un nuevo arquetipo de misionero civil de la España de Francisco Franco, mas también por tu cuenta y riesgo.» Y añadía a renglón seguido: «Ya en Quito, ya en Caracas, ya en Bogotá, allí van asimismo los toreros, has sido no esa cosa fea que es el intelectual a secas sino esa cosa cálida, caliente, que es el español de tomo y lomo, tan capaz de lucir un frac con cremallera en ciertos sitios pudibundos pero aureolado por la Encomienda de Isabel la Católica pendiente al cuello, como de recitar un poema, volar por la selva o pegar un puñetazo.» No sé qué era más relevante en tan contundente saludo, si el ataque contra el académico García Sanchiz, o la bienvenida y las loas para Camilo José Cela. Probablemente, una y otras, o acaso algo más – ¿por qué no?– que hoy se nos escapa por completo. Confieso que no son muchas mis luces sobre la cocina política de El Español en esos años, pero sí creo que Juan Aparicio López dice algo cierto cuando subraya un aspecto esencial de aquella aventura sudamericana de Cela, que luego el tiempo ha ido borrando, o como relegando al olvido. Me refiero a la compleja naturaleza de un viaje que fue a la vez personal y oficial, turístico y diplomático, literario y político. En efecto, basta acercarle un poco la lente y mirarlo con cuidado, para descubrir que sus facetas fueron sumamente variadas, casi tanto como las diversas peripecias que le van ocurriendo al celebrado novelista en Sudamérica. Éste, según avanza la gira, pareciera irse fundiendo en esa misma diversidad al descomponerse en un rosario de proteicos avatares que tratan de compendiar roles y posturas distintas.

Así, será, simultánea o sucesivamente, huésped de honor de la Colombia de Laureano Gómez y/o enviado especial de Informaciones de Madrid, o joven adalid del tremendismo literario y/o nuevo adelantado de la Hispanidad y las políticas culturales de Alberto Martín Artajo, el ministro español de Asuntos Exteriores de la época.

Por asombroso que parezca, de todo ello no queda mayor traza ni en los múltiples y fragmentarios relatos autobiográficos redactados por el novelista gallego –de La cucaña (1959) a Memorias, entendimientos y voluntades (2001) – ni en las diferentes biografías que se le han consagrado –de Cela, mi padre (1989) de Camilo José Cela Conde a Cela, el hombre que quiso ganar (2003) de Ian Gibson–. Hoy por hoy, con diferentes matices y colores, la versión más socorrida de aquel cruce del Atlántico hace de él una precaria y azarosa excursión –otro «vagabundaje» celiano– que habría que situar en una línea de trabajo análoga a la que preside los libros de viaje del autor. Digamos, para ser más claros, que sería algo así como una prolongación ultramarina de sus aventuras de escritor libertario que, de pronto, y sin que se sepa muy bien por qué, echa a andar por los caminos. Tal es la imagen que se desprende, por ejemplo, de la serie de croniquillas que, a la manera del Viaje a la Alcarria (1948), Cela redacta durante la gira para Informaciones. Y no es otra la que nos ofrece su hijo cuando escribe que «en el mes de mayo de mil novecientos cincuenta y tres, mi padre cruzó el Atlántico a bordo de un avión de hélice, con cien pesetas en el bolsillo y un divieso en la nalga izquierda». Cela Conde va todavía más lejos: «El joven y ya famoso escritor español sobrevivió en Colombia, Ecuador y Venezuela como los soldados de la gloriosa Infantería: a fuerza de improvisar sobre el terreno con los recursos que le iban saliendo al paso.»

Huelga insistir en que los demás biógrafos apenas se apartan de esta versión y describen el viaje como una improvisada gira de conferencias, o como la odisea de un gallego que se va a hacer las Américas. Nada se dice así de las invitaciones ni las recepciones diplomáticas, nada delas entrevistas con presidentes y dictadores, nada de los escenarios de una operación de prestigio en pro de la política internacional del franquismo.

De lo que sí se habla –y mucho– es de la famosa Catira, la novela que le contrata el gobierno del dictador Marcos Pérez Jiménez en Venezuela. Pero también con este asunto del millonario encargo se plantea un problema de perspectiva, pues, como se le describe al margen de sus contextos históricos originales, se le hace ver ya como una peripecia más, ya como una joya solitaria o un soberbio golpe de suerte. De hecho, para algunos biógrafos, es casi como el merecido trofeo que viene a coronar una audaz y accidentada expedición. Bien lo sugiere Cela Conde cuando, hilando su metáfora seiscentista, escribe: «Venezuela supuso para mi padre encontrar su El Dorado personal.» Extrapolado, y luego reinterpretado en clave de leyenda, el affaire de la novela venezolana acaba inscribiéndose así en el espacio de uno de esos tantos mitos a los que suelen recurrir las biografías en busca de precisión y sentido –y también, no hay que olvidarlo, de cierta ejemplaridad.

Sin embargo, como ocurre a menudo con las cosas de Camilo José Cela, la realidad parece haber sido, ya lo he dicho, bastante más compleja, y además, como lo veremos enseguida, mucho más interesante.

16 ene 2013

Noticias sobre el arte musical en Caracas/ Arístides Rojas (1826-1894)


Los datos más antiguos que hemos visto publicados respecto del estudio de la música en Caracas, remontan a los principios del siglo último, 1712, época en la cual se estableció una escuela particular de solfeo, y de 1750 a 1760 en que los primeros músicos fundaron una sociedad llamada La Filarmónica, en la cual figuraba en primera escala el señor don J.M. Olivares. Pero el estudio del arte musical en Caracas es todavía más antiguo. La primera escuela de canto llano fue fundada por el Cabildo Metropolitano el 2 de abril de 1640, tres años después de haber sido construida la primera catedral. El sueldo que se fijó a este profesor fue de 50 pesos anuales. En la Catedral de Coro no hubo músicos, más en Caracas fue nombrado en 1659 como músico cantor el padre Miguel Giménez de Aguilar. El año siguiente, 1660, cantó en el coro alto de catedral el primer- tenor José Fernández Mendoza, y desde esta fecha continuaron como cantores y organistas, en las fiestas solemnes de la Metropolitana, los pocos músicos que para aquel entonces existían en Caracas. El primer maestro de capilla que tuvo la misma catedral, fue el padre Gonzalo Cordero, nombrado en 1671, con el sueldo anual de 300 pesos, y la obligación de enseñar la música, y sobre todo, el órgano y el canto llano. 

En las constituciones del colegio Seminario, hechas en 29 de agosto de 1696, y confirmadas por el rey de España en 17 de junio de 1698, se ordena que el maestro de música ocurra a las diez de la mañana a dar lección de canto a los seminaristas; y según el testimonio de un título de maestro de capilla despachado por el obispo Baños, a favor de don Francisco Pérez Camacho, en 21 de abril de 1687, se le asignó a este profesor el sueldo anual de 200 pesos de las rentas de la fábrica de la iglesia, imponiéndole la obligación de enseñar el órgano y canto llano a los que quisieran aprenderlo. En virtud de este título, el maestro de capilla se intitulaba entonces Catedrático de Música del Real Colegio Seminario, según vemos en certificaciones de aquella época. En 1722 el obispo Escalona dotó en 50 pesos de los fondos del Seminario al profesor de música. La clase de canto llano y de órgano que tuvo el Seminario fue anexa a la Universidad de Caracas desde 1727 y continuó en este instituto hasta que en 1854 quedó separada del antiguo Seminario. 

Los primeros órganos que tuvo la Catedral de Caracas vinieron de Santo Domingo o de España; más el órgano grande, el único que ha perdurado y se conserva es obra caraqueña. Fue construido en 1711 por el francés don Claudio Febres, quien recibió, según contrata, 1.500 pesos, más 200 que le regaló el cabildo. 

Para 1775 la orquesta del coro alto de la catedral se componía ya de algunos músicos. En 1778 aparece el cabildo recibiendo de España algunos instrumentos como violines y bajos. El primer clavecino de catedral llega en 1787. Era la época en que figuraban como maestros de capilla distintos miembros de una familia en la cual el genio músico pasó de padres a hijos: nos referimos a la familia Carreño. En 1774 es nombrado maestro de capilla el Pbro. Don Ambrosio Carreño, en 1789 el Pbro. Don Alejandro Carreño, más tarde don Cayetano Carreño, al cual sucedió uno de sus hijos. En 1797 el cabildo pagó al maestro Cayetano Carreño 90 pesos por varias obras musicales que se ejecutan aún. 

En la época de los Carreños fue cuando el arte musical de Caracas llegó a tomar incremento, debido a los esfuerzos unidos de nacionales y extranjeros. Bajo la iniciativa de Olivares, los Carreños, Velásquez, Blandín y el padre Sojo, el círculo filarmónico apareció con tendencias más elevadas. Los señores Sojo y Blandín reunían en sus haciendas de Chacao a los aficionados de Caracas, y este lazo de unión fortaleciendo el amor al arte, llegó a ser el verdadero núcleo de la música moderna. El padre Sojo, de la familia materna de Bolívar, espíritu altamente progresista, después de haber visitado a España, a Italia y en ésta sobre todo, Roma, en los días de Clemente XIV, regresó a Caracas, con el objeto de concluir el Convento de Neristas que a sus esfuerzos levantara y del cual fue prepósito. El convento se abrió en 1771. El señor Blandín era hijo de un respetable francés, don Lázaro Blandín, enlazado por los años de 1745 a 1757 con la antigua y distinguida familia Blanco-Valois. Educado en Francia con su hermano don Domingo, ambos llegaron a figurar en la sociedad caraqueña, por sus méritos; pero mientras que el último se dedicó a la Iglesia y llegó a ser canónigo de la catedral de Caracas, don Bartolomé se dedicó a la agricultura y al incremento del arte musical. Por lo que respecta a los señores Carreños, Olivares y Velásquez, estos respetables caballeros, dedicados por completo al ejercicio y ensanche de la música, contribuían con sus talentos y trabajos al pensamiento del padre Sojo, centro entonces de los artistas caraqueños. 

Las primeras reuniones musicales de Caracas se verificaron en el Convento de Neristas y en Chacao, bajo las arboledas de “Blandín” y de “La Floresta”. El primer cuarteto fue ejecutado a la sombra de los naranjos, en los días en que aparecían sobre los terrenos de Chacao los primeros arbustos de café, en 1785. A estas tertulias musicales asistían no sólo muchos señores de Caracas, sino también parte del bello sexo, pues el señor Blandín tenía dos hermanas que unían al atractivo de una educación esmerada, y a sus virtudes domésticas, bella voz y conocimientos no comunes del arte musical. 

En 1786 llegaron a Caracas dos naturalistas alemanes, los señores Bredemeyer y Schultz, los cuales comenzaron sus excursiones por el valle de Chacao y vertientes del Ávila. Al instante hicieron amistad con el padre Sojo; y la intimidad que entre todos llegó a formarse, fue de brillantes resultados en el adelantamiento del arte musical. Por lo cual agradecidos los viajeros, a su regreso a Europa en 1789, después de haber visitado otras regiones de Venezuela, remitieron al padre. Sojo algunos instrumentos de música que se necesitaban en Caracas, y partituras de Pleyel, de Mozart y de Haydn. Era ésta la primera música clásica que vino a Caracas, la cual sirvió de modelo a los aficionados, que muy pronto comprendieron las bellezas de aquellos autores. 

Entre los profesores y aficionados figuraban en primer término Olivares, Carreño y Velásquez (J. Francisco), compositores y ejecutantes, espíritus de iniciativa que supieron vencer con sus talentos las dificultades. Después de éstos seguían Velásquez, hijo, Caro, Villalobos, Meserón, Montero, Gallardo, los Landaeta, Mármol, Isaza, Pereira, Pompa, el profesor Rodríguez, de mucho renombre, y Lamas, el más joven de todos. Conocían muchos de ellos el violín, el clavecino, el órgano y más tarde el piano; y casi todos han dejado composiciones de mérito. Cuando se celebraban en Caracas los funerales de Carlos IV, el oficio de difuntos fue obra del primero de los Velásquez. Los primeros pianos-clavecinos llegaron a Caracas en 1796. 

A estos profesores se incorporaron como aficionados Esteban Palacio, tío de Bolívar, Blandín, Sojo, Domingo Tovar y los hermanos Francisco Javier y Gerónimo Ustáriz, todos ellos ejecutantes. Aún se conserva la misa compuesta por Francisco Javier Ustáriz. 

En aquel entonces existía en Caracas una familia que reunía en su tertulia a los hombres de letras de la capital y a los amantes del arte musical; la familia Ustáriz que para unos y otros abría sus salas y sabía estimular las bellas aptitudes intelectuales con el ejemplo y con la más distinguida cortesía. La familia Blandín tenía igualmente sus veladas musicales, las cuales frecuentaban los más conocidos profesores y aficionados. Humboldt que asistió, durante su permanencia en Caracas, a estas diversas reuniones y apreció los adelantos musicales de la capital, les dedica un recuerdo bastante satisfactorio: “He encontrado en muchas familias de Caracas, dice, gusto por la instrucción, conocimiento de las obras maestras de la literatura francesa e italiana, y notable predilección por la música, que es cultivada con éxito y que reúne, como hace la cultura de las bellas artes, los diversos círculos de la sociedad”. 

La banda marcial del batallón de la Reina se formó en Caracas afines del último siglo. Fue su director un joven francés de mucho talento musical y práctico, el señor Marquís, que desarrolló el gusto de la música. El estudio de las obras musicales de aquella época, encierra bellezas que nadie podría negar. En casi todas descuella la inspiración y el buen gusto, sobre todo en las composiciones religiosas calcadas en los modelos de Mozart y de Haydn. Puede decirse que muchas tienen un carácter imitativo, que es la primera manifestación del talento artístico, en los países que no han tenido escuela, y en los cuales el genio se ha abierto paso al través de mil dificultades y contratiempos. 

Con la revolución de 1810, el arte musical pareció tomar nuevo vuelo. Para esta fecha habían muerto el padre Sojo, Olivares y otros; pero habían surgido nuevos discípulos. En 1811 se verifica el primer certamen musical iniciado por el señor Landaeta. En aquellos días el profesor Rodríguez enseñaba la música en la Academia del señor Vanlosten que desde fines del siglo pasado era el núcleo ilustrado de la juventud caraqueña. 

11 ene 2013

La Vida Sexual De Catherine Millet; de Catherine Millet

Ensueños 

La relectura de las páginas que anteceden convoca imágenes más antiguas, imágenes que esta vez eran inventadas. Cómo las concebí, mucho antes de haber tenido mi primera relación sexual, muy lejos aún de perder mi ignorancia, constituye un misterio seductor. ¿Qué jirones de la realidad —fotografías de Cinémonde, alusiones de mi madre, como cuando, al salir de un café donde hay un grupo de jóvenes, y una sola chica entre ellos, refunfuña que ésa debe de acostarse con todos, o también el hecho de que mi padre vuelva tarde por la noche, precisamente después de haber ido al café...— he recobrado o ensamblado, y qué materia instintiva he moldeado para que las historias que yo me contaba friccionando entre sí los labios de mi vulva prefiguraran tan bien mis aventuras posteriores? Incluso he conservado el recuerdo de un caso criminal: la detención de una mujer ya entrada en años, humilde (debía de haber sido algo así como sirvienta en una granja), acusada de haber matado a su amante. Lo que me chocó, más que el asesinato, cuyas circunstancias he olvidado, fue que hubiesen encontrado en su casa cuadernos en cuyas páginas apuntaba recuerdos y pegaba toda clase de pequeñas reliquias, fotos, cartas, mechones de pelo, relacionados con sus amantes, de los que se había descubierto que fueron extraordinariamente numerosos. A mí, que era aficionada a los herbarios de los deberes de vacaciones y a los álbumes bien ordenados donde conservaba fotografías de Anthony Perkins o de Brigitte Bardot, me admiró que ella hubiese podido reunir en unos cuantos blocs el tesoro de aquellas huellas de hombres, y un recoveco secreto de mi libido se sintió tanto más turbado porque aquella mujer era fea, en definitiva solitaria, salvaje y despreciada…. 

6 ene 2013

La civilización del espectáculo / Mario Vargas Llosa


El sexo frío 

Dice la leyenda que, en su noche de bodas, el joven Victor Hugo hizo el amor ocho veces a su esposa, la casta Adèle Foucher. Y que, a consecuencia de aquella plusmarca establecida por el fogoso autor de Los Miserables, quien, según confesión propia, había llegado virgen a esa noche nupcial, Adèle quedó vacunada para siempre contra ese género de actividades. (Su tortuosa aventura adulterina con el feo Sainte Beuve no tuvo nada que ver con el placer, sino con el despecho y la venganza.) 

El sabio Jean Rostand se reía de aquel récord huguesco comparándolo con las proezas que en el dominio del fornicio realizan otros especímenes. ¿Qué son, por ejemplo, las ocho efusiones consecutivas del vate romántico comparadas con los cuarenta días y cuarenta noches en que el sapo copula a la sapa sin darse un solo instante de respiro? Ahora bien, gracias a una aguerrida francesa, la señora Catherine Millet, los anfibios anuros, los conejos, los hipopótamos y demás grandes fornicadores del reino animal han encontrado, en la mediocre especie humana, una émula capaz de medirse con ellos de igual a igual, y hasta de derrotarlos en números copulatorios. 

¿Quién es la señora Catherine Millet? Una distinguida crítica de arte, que ha superado el medio siglo, dirige la redacción de Art Press, en París, y es autora de monografías sobre el arte conceptual, el pintor Yves Klein, el diseñador Roger Tallon, el arte contemporáneo y la crítica de vanguardia. En 1989 fue comisaria de la sección francesa de la Bienal de São Paulo y, en 1995, comisaria del pabellón francés de la Bienal de Venecia. Su celebridad, sin embargo, es más reciente. Resulta de un ensayo sexual autobiográfico, recién publicado por Seuil, La vie sexuelle de Catherine M., que causó considerable revuelo y encabezó varias semanas la lista de libros más vendidos en Francia. 

Diré de inmediato que el ensayo de la señora Millet vale bastante más que el ridículo alboroto que lo publicitó, y, también, que quienes se precipitaron a leerlo atraídos por el nimbo erótico o pornográfico que lo adornaba, se llevaron una decepción. El libro no es un estimulante sexual ni una elaborada imaginería de rituales a partir de la experiencia erótica, sino una reflexión inteligente, cruda, insólitamente franca, que adopta por momentos el semblante de un informe clínico. La autora se inclina sobre su propia vida sexual con la acuciosidad glacial y obsesiva de esos miniaturistas que construyen barcos dentro de botellas o pintan paisajes en la cabeza de un alfiler. Diré también que este libro, aunque interesante y valeroso, no es agradable de leer, pues la visión del sexo que deja en el lector es casi tan fatigante y deprimente como la que dejaron en madame Victor Hugo las ocho embestidas maritales de su noche nupcial. 

Catherine Millet comenzó su vida sexual bastante tarde —a los diecisiete años—, para una muchacha de su generación, la de la gran revolución de las costumbres que representó Mayo del 68. Pero, de inmediato, comenzó a recuperar el tiempo perdido, haciendo el amor a diestra y siniestra, y por todos los lugares posibles de su cuerpo, a un ritmo enloquecedor, hasta alcanzar unas cifras que, calculo, deben haber superado con creces aquel millar de mujeres que, en su autobiografía, se jactaba de haberse llevado a la cama el incontinente polígrafo belga Georges Simenon.

Insisto en el factor cuantitativo porque ella lo hace en la extensa primera parte de su libro, titulada precisamente «El número», donde documenta su predilección por los partouzes, el sexo promiscuo, los entreveros. En los setenta y ochenta, antes de que la libertad sexual fuera perdiendo ímpetu y, manes del sida, dejara de estar de moda en toda Europa, la señora Millet —que se describe como una mujer tímida, disciplinada, más bien dócil, que en las relaciones sexuales ha encontrado una forma de comunicación con sus congéneres que no se le da fácilmente en otros órdenes de la vida— hizo el amor en clubes privados, en el Bois de Boulogne, a orillas de las carreteras, zaguanes de edificios, bancas públicas, además de casas particulares, y, alguna vez, en la parte trasera de una camioneta en la que, con ayuda de su amigo Éric, que organizaba la cola, despachó en unas cuantas horas a decenas de solicitantes. 

Digo solicitantes porque no sé cómo llamar a estos fugaces y anónimos compañeros de aventura de la autora. No clientes, desde luego, porque Catherine Millet, aunque haya prodigado sus favores con generosidad sin límites, no ha cobrado jamás por hacerlo. El sexo en ella ha sido siempre afición, deporte, rutina, placer, jamás profesión o negocio. Pese al desenfreno con que lo ha practicado, dice que nunca fue víctima de brutalidades, ni se sintió en peligro; incluso en situaciones colindantes con la violencia, le bastó una simple reacción negativa para que el entorno respetara su decisión. Ha tenido amantes, y ahora tiene un marido —un escritor y fotógrafo, que ha publicado un álbum de desnudos de su esposa—, pero un amante es alguien con quien se supone existe una relación un tanto estable, en tanto que la mayoría de compañeros de sexo de Catherine Millet aparecen como siluetas de paso, tomadas y abandonadas al desgaire, casi sin que mediara un diálogo entre ellos. Individuos sin nombre, sin cara, sin historia, los hombres que desfilan por este libro son, como aquellas vulvas furtivas delos libros libertinos, nada más que unas vergas transeúntes. Hasta ahora, en la literatura confesional, sólo los varones hacían así el amor, por secuencias ciegas y al bulto, sin preocuparse siquiera de saber con quién. Este libro muestra —es quizás lo verdaderamente escandaloso que hay en él— que se equivocaban quienes creían que el sexo en cadena, mudado en estricta gimnasia carnal, disociado por completo del sentimiento y la emoción, era privativo de los pantalones. 

Conviene precisar que Catherine Millet no hace en estas páginas el menor alarde de feminista. No exhibe su riquísima experiencia en materia sexual como una bandera reivindicatoria, o una acusación contra los prejuicios y discriminaciones que padecen las mujeres todavía en el ámbito sexual. Su testimonio está desprovisto de arengas y no aparece en él la menor pretensión de querer ilustrar, con lo que cuenta, alguna verdad general, ética, política o social. Por el contrario, su individualismo es extremado, y muy visible en su prurito de no querer sacar de su experiencia conclusiones para todo el mundo, sin duda porque no cree que ellas existan. ¿Por qué ha hecho pública, entonces, mediante una auto-autopsia sexual sin precedentes, esa intimidad que la inmensa mayoría de hembras y varones esconde bajo cuatro llaves? Parecería que para ver si así se entiende mejor, si llega a tener la perspectiva suficiente para convertir en conocimiento, en ideas claras y coherentes, ese pozo oscuro de iniciativas, arrebatos, audacias, excesos y, también, confusión, que, pese a la libertad con que lo ha asumido, es para ella, todavía, el sexo. 

Lo que más desconcierta en esta memoria es la frialdad con que está escrita. La prosa es eficiente, empeñada en ser lúcida, a menudo abstracta. Pero la frialdad no sólo impregna la expresión y el raciocinio. Es también la materia, el sexo, lo que despide un aliento helado, congelador, y en muchas páginas deprimente. La señora Millet nos asegura que muchos de sus asociados la satisfacen, la ayudan a materializar sus fantasmas, que pasó buenos ratos con ellos. Pero ¿de veras la colman, la hacen gozar? La verdad es que sus orgasmos parecen mecánicos, resignados y tristes. Ella misma lo da a entender, de manera inequívoca, en las páginas finales de su libro, cuando señala que, pese a la diversidad de personas con las que ha hecho el amor, nunca se ha sentido tan realizada sexualmente como practicando («con la puntualidad de un funcionario») la masturbación. No es, pues, siempre cierta aquella extendida creencia machista (ahora ya esta adjetivación es discutible) de que, en materia sexual, sólo en la variación se encuentra el gusto. Que lo diga la señora Millet: ninguno de sus incontables parejas de carne y hueso ha sido capaz de destronar a su invertebrado fantasma. 

Este libro confirma lo que toda literatura centrada en lo sexual ha mostrado hasta la saciedad: que, separado de las demás actividades y funciones que constituyen la existencia, el sexo es extremadamente monótono, de un horizonte tan limitado que a la postre resulta deshumanizador. Una vida imantada por el sexo, y sólo por él, rebaja esta función a una actividad orgánica primaria, no más noble ni placentera que el tragar por tragar, o el defecar. Sólo cuando lo civiliza la cultura, y lo carga de emoción y de pasión, y lo reviste de ceremonias y rituales, el sexo enriquece extraordinariamente la vida humana y sus efectos bienhechores se proyectan por todos los vericuetos de la existencia. Para que esta sublimación ocurra es imprescindible, como lo explicó Georges Bataille, que se preserven ciertos tabúes y reglas que encaucen y frenen el sexo, de modo que el amor físico pueda ser vivido —gozado— como una transgresión. La libertad irrestricta, la renuncia a toda teatralidad y formalismo en su ejercicio, no han contribuido a enriquecer el placer y la felicidad de los seres humanos gracias al sexo. Más bien, a banalizarlo, convirtiendo el amor físico, una de las fuentes más fértiles y enigmáticas del fenómeno humano, en mero pasatiempo. 

Por lo demás, conviene no olvidar que esa libertad sexual que se despliega con tanta elocuencia en el ensayo de Catherine Millet es todavía privilegio de pequeñas minorías. Al mismo tiempo que yo leía su libro, aparecía en la prensa la noticia de la lapidación, en una provincia de Irán, de una mujer a la que un tribunal de ayatolás fanáticos encontró culpable de aparecer en películas pornográficas. 

Aclaremos que «pornografía», en una teocracia fundamentalista islámica, consiste en que una mujer muestre sus cabellos. La culpable, de acuerdo a la ley coránica, fue enterrada en una plaza pública hasta los pechos y apedreada hasta la muerte. 

El País, Madrid, 27 de mayo de 2001
 

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