1 may 2013

ADIOS A LAS ARMAS / Ernest Hemingway

  
CAPÍTULO XXXII

Acostado en el suelo del vagón, al lado de los cañones bajo la lona, estaba empapado, tenía frío y me moría de hambre. Acabé por volverme y acostarme boca abajo, con la cabeza apoyada en el brazo. Mi rodilla estaba tiesa, pero se había portado muy bien. Valentini había hecho un buen trabajo. Había hecho la mitad de la retirada a pie y había cruzado una parte del Tagliamento con aquella rodilla. Esta rodilla le pertenecía. La otra era mía. Los médicos llegan a hacer tales cosas que, en realidad, tu cuerpo ya no es tuyo. Mi cabeza era mía, lo mismo que el interior de mi vientre. Estaba hambriento. Lo notaba al contraerme. Mi cabeza era mía, pero no para servirme de ella, para pensar, sólo para recordar, y aún no mucho. 

Podía acordarme de Catherine, pero sabía que me volvería loco si pensaba en ella cuando aún no sabía si volvería a verla. Así, pues, debía pensar en ella... sólo un poquitín... solamente en ella, en el vagón que corre lentamente, con ruido de chatarra... y la luz que se filtra a través de la lona... y yo, acostado con Catherine en el suelo del vagón... Tan dura como el suelo del vagón era esta obligación de permanecer acostado sin pensar, contentarse con sensaciones, demasiado tiempo ausente... ropa mojada... este suelo que sólo avanzaba poco a poco, soledad ahí debajo...!Qué solo se siente uno con las ropas mojadas y la dureza de una tabla a guisa de mujer! 

No se puede querer al suelo de un vagón, ni a los cañones con sus fundas de lona, ni el olor de metal engrasado, ni un toldo que deja atravesar la lluvia. No obstante, se está bien bajo la lona, y la compañía de los cañones es agradable. Pero amar a alguien que se sabe que no puede estar aquí, darse cuenta muy clara y fríamente -fríamente, pero sobre todo clara e inútilmente-, darse cuenta inútilmente, acostado sobre el vientre, de que habéis asistido a la retirada de un ejército y a la progresión de otro, de que habéis perdido vuestras ambulancias y vuestros hombres, como un empleado de almacén pierde las mercancías de su sección en un incendio. No hay seguro en mi caso. Una vez salido del grupo no se tienen más obligaciones. Si después de un incendio fusilaran a los empleados de un gran almacén porque hablan con el acento que siempre han tenido, no se podría esperar de ninguna manera que ellos volvieran el día que el gran almacén reemprendiera su trabajo. Irían a buscar trabajo a otro sitio, si es que había trabajado en otro sitio y si la policía no los atrapaba antes. 

El río se había llevado mi cólera con todas mis obligaciones... Éstas, por otra parte se habían terminado desde el momento en que los carabineros me habían puesto la mano en el cuello. Me hubiese gustado no llevar ya el uniforme, a pesar de la poca importancia que daba a las insignias exteriores. Había arrancado las estrellas, pero fue por prudencia. No era pundonor. En principio no tenía ninguna objeción. Estaba liberado. Les deseaba buena suerte a todos. Algunos la merecían, los buenos, los valientes, los pacientes, los inteligentes. En cuanto a mí ya no formaba parte de los actores de la comedia, y sólo deseaba una cosa, la llegada de este maldito tren a Mestre, a fin de poder comer y dejar de pensar. No debería pensar, en absoluto. Piani les diría que me habían fusilado. Registraban los bolsillos de los que habían fusilado y cogían la documentación. Ellos no tenían la mía. Tal vez me declarasen ahogado. Me pregunté qué explicarían a los Estados Unidos. Muerto a consecuencia de las heridas, etc. ¡Dios mío, cuánta hambre tenía! Me pregunté qué había sido del capellán de la cantina y de Rinaldi. Seguramente estaban en Pordenone. A menos que se hubiesen retirado más lejos. Pero no les vería nunca más. Nunca más vería a ninguno de ellos. Se había acabado esta vida. No creía que tuviese sífilis. 

De todas formas parece que no es una enfermedad grave cuando se trata a tiempo. Pero él se atormentaba. Yo no estaba hecho para pensar. Estaba hecho para comer. ¡Dios mío, sí! Comer, beber y dormir con Catherine. Quizá esta noche... No, imposible... pero mañana por la noche... y una buena comida... y sábanas... y nada de marchar... nunca... a menos que fuéramos los dos juntos. Posiblemente tendríamos que escapar bárbaramente aprisa. Ella vendría. Sabía que ella vendría... ¿Cuándo marcharíamos? Tendríamos que pensar en esto... Empezaba a oscurecer. Tendido me preguntaba adónde podríamos ir. Los lugares no faltaban. 


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