13 feb 2013

EL SUCESOR / Ángeles de Irisarri


Los tres eunucos porfiaron en la torre alta, sin derramar una lágrima, ante al cadáver de su señor, sin llamar a los médicos para que atendieran al mayor señor de al-Ándalus, sin dar voz a las esposas del muerto para que se presentaran a llorar al marido, sin rezar siquiera una oración por el alma inmortal de Abderramán II. 
   Lo harían luego, naturalmente, porque en ese momento estaban muy ocupados. Pues que Mufrich, Sadun y Qasim, ellos tres en solitario y sin pedir favor a Alá, pretendían hacer lo que no había hecho el emir en su luenga vida —que no pensó en que, un día u otro, tendría que morir como cualquier nacido de mujer—, y po­nerse de acuerdo sobre cuál de sus hijos habría de sucederle, tal pretendían. 
   Mufrich sostenía que aquel mismo día había hablado con el emir del negocio de la sucesión y que le había mandado llamar a Muhammat, el hijo de Buhair, para procla­marlo heredero cuanto antes, pero que Alá, el único que dispone sobre la vida y la muerte, se lo había llevado sin darle tiempo, y quería que los otros dos eunucos se suma­ran a la propuesta que había de hacer de inmediato a toda la servidumbre del palacio: que fuera Muhammat el nue­vo emir. 
   Pero los otros, como se habían aliado con la sultana al-Shifa, y esperaban de ella una espléndida recompensa, se manifestaron a favor de al-Mutarrif, dispuestos, además, a entrar en la casa a gritar la mala nueva. 

El caso es que uno por el uno, los otros por el otro, estuvieron discutiendo mucho rato. A más, convinieron en que Nars algo tendría que decir sobre tan importante asunto, y Qasim salió a llamarlo. Pero hizo mal en abandonar la posición porque las palabras vuelan con el viento y corrieron con él, pese a que no abrió la boca....                                                                      

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