3 jul 2013

Inferno / Dan Brown


Yo soy la Sombra.
A través de la ciudad doliente, huyo.
A través de la desdicha eterna, me fugo.
Por la orilla del río Arno, avanzo con dificultad, casi sin aliento... tuerzo a la izquierda por la via dei Castellani y enfilo hacia el norte, escondido bajo las sombras de los Uffizi.
Pero siguen detrás de mí.
Sus pasos se oyen cada vez más fuertes, me persiguen con implacable determinación.
Hace años que me acosan. Su persistencia me ha mantenido en la clandestinidad..., obligándome a vivir en un purgatorio..., a trabajar bajo tierra cual monstruo ctónico.
Yo soy la Sombra.
Ahora, en la superficie, levanto la vista hacia el norte, pero soy incapaz de encontrar un camino que me lleve directo a la salvación..., pues los Apeninos me impiden ver las primeras luces del amanecer.
Paso por detrás del palazzo con su torre almenada y su reloj con una sola aguja...; me abro paso entre los primeros vendedores de la piazza di San Firenze, con sus roncas voces y su aliento a lampredotto y a aceitunas al horno. Tras pasar por delante del Bargello, me dirijo hacia el oeste en dirección a la torre de la Badia y llego a la verja de hierro que hay en la base de la escalera.
Aquí ya no hay lugar para las dudas.
Abro la puerta y me adentro en el corredor a partir del cual —lo sé— ya no hay vuelta atrás. Obligo a mis pesadas piernas a subir la estrecha escalera... cuya espiral asciende en suaves escalones de mármol, gastados y llenos de hoyos.
Las voces resuenan en los pisos inferiores. Implorantes.
Siguen detrás de mí, implacables, cada vez más cerca.
No comprenden lo que va a tener lugar... ¡Ni lo que he hecho por ellos!
¡Tierra ingrata!
Mientras voy subiendo, acuden a mi mente las visiones..., los cuerpos lujuriosos retorciéndose bajo la tempestad, las almas glotonas flotando en excrementos, los villanos traidores congelados en la helada garra de Satán.
Asciendo los últimos escalones y llego a lo alto. Tambaleándome y medio muerto, salgo al aire húmedo de la mañana. Corro hacia la muralla, que me llega a la altura de la cabeza, y miro por sus aberturas. Abajo veo la bienaventurada ciudad que he convertido en mi santuario frente a aquellos que me han exiliado.
Las voces gritan, están cada vez más cerca. — ¡Lo que has hecho es una locura!
La locura engendra locura. — ¡Por el amor de Dios! —exclaman—, ¡dinos dónde lo has escondido!
Precisamente por el amor de Dios, no lo haré.
Estoy acorralado, tengo la espalda pegada a la fría piedra. Miran en lo más hondo de mis ojos verdes y sus expresiones se oscurecen.
Ya no son aduladoras, sino amenazantes.
—Sabes que tenemos nuestros métodos. Podemos obligarte a que nos digas dónde está.
Por eso he ascendido a medio camino del cielo.
De repente me doy la vuelta, extiendo los brazos y me encaramo
a la cornisa alta con los dedos, y me alzo sobre ella primero de rodillas y finalmente de pie, inestable ante el precipicio. Guíame, querido Virgilio, a través del vacío.
Sin dar crédito, corren hacia mí e intentan agarrarme de los pies, pero temen que pierda el equilibrio y me caiga. Ahora suplican con desesperación contenida, pero les he dado la espalda. Sé lo que debo hacer.
A mis pies, vertiginosamente lejos, los tejados rojos se extienden como un mar de fuego... iluminando la tierra por la que antaño deambulaban los gigantes: Giotto, Donatello, Brunelleschi, Miguel Ángel, Botticelli.
Acerco los pies al borde.
— ¡Baja! —gritan—. ¡No es demasiado tarde!
¡Oh, ignorantes obstinados! ¿Es que no veis el futuro? ¿No comprendéis el esplendor de mi creación?, ¿su necesidad?
Con gusto haré este sacrificio final..., y con él extinguiré vuestra última esperanza de encontrar lo que buscáis.
Nunca lo encontraréis a tiempo.
A cientos de metros bajo mis pies, la piazza adoquinada me atrae como un plácido oasis. Me gustaría disponer de más tiempo..., pero ése es el único bien que ni siquiera mi vasta fortuna puede conseguir.
En estos últimos segundos distingo en la piazza una mirada que me sobresalta.
Veo tu rostro.
Me miras desde las sombras. Tus ojos están tristes y, sin embargo, en ellos también advierto admiración por lo que he logrado.
Comprendes que no tengo alternativa. Por amor a la humanidad, debo proteger mi obra maestra.
Que incluso ahora sigue creciendo..., a la espera..., bajo las aguas teñidas de rojo sangre de la laguna que no refleja las estrellas.
Finalmente, levanto la mirada y contemplo el horizonte. Por encima de este atribulado mundo hago mi última súplica.
Querido Dios, rezo para que el mundo recuerde mi nombre, no como el de un pecador monstruoso, sino como el del glorioso salvador que sabes que en verdad soy. Rezo para que la humanidad comprenda el legado que dejó tras de mí.
Mi legado es el futuro.
Mi legado es la salvación.
Mi legado es el Inferno.
Tras lo cual, musito mi amén... y doy mi último paso hacia el abismo.

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