26 jul 2012

LA SABIDURIA DE LA INSEGURIDAD / ALAN WATTS

Parecemos moscas que han caído en un recipiente con miel. Como la vida es dulce, no queremos abandonarla, pero cuanto más participamos en ella, tanto más atrapados, limitados y frustrados nos sentimos. La amamos y la odiamos al mismo tiempo. Nos enamoramos de otros seres y de las posesiones sólo para que nos torture la inquietud que nos producen. El conflicto no es sólo entre nosotros y el universo circundante, sino entre nosotros mismos, pues la naturaleza intratable está tanto en nuestro alrededor como dentro de nosotros. La «vida “exasperante que es a la vez digna de afecto y perecedera, agradable y dolorosa, una bendición y una maldición, es también la vida de nuestros cuerpos. Es como si estuviéramos divididos en dos partes. Por un lado esta el «Yo» consciente, a la vez intrigado y desconcertado, la criatura capturada en la trampa. Por otro lado está el «yo», que es una parte de la naturaleza, la carne caprichosa con todas sus limitaciones concurrentes de belleza y frustración. El «Yo» se cree un individuo razonable y critica siempre al «yo» por su perversidad, por tener pasiones que le crean problemas al «Yo”, por estar sujeto tan fácilmente a enfermedades dolorosas e irritantes, por tener órganos que se desgastan y apetitos que nunca se pueden satisfacer, diseñados de tal modo que si uno trata de saciarlos plenamente, con una especie de «golpe “definitivo, se enferma. Quizá lo más exasperante del «yo», de la naturaleza y el universo, es que nunca se quedan «quietos». Es como una mujer bella a la que nunca cogerán, y cuyo encanto radica en su misma naturaleza huidiza, pues el carácter perecedero y mudable del mundo forma parte de su vivacidad y su encanto. Por este motivo los poetas suelen alcanzar altas cotas de lirismo cuando hablan del cambio, de la «transitoriedad de la vida humana». La belleza de esa poesía radica en algo más que en una nota de nostalgia que produce un nudo en la garganta:

Ya han terminado nuestras francachelas. Estos actores nuestros, 
Como te predije, eran todos ellos espíritus, y, 
Se han fundido en el aire, en la atmósfera tenue: 
Y, como el tejido infundado de esta visión, 
Las torres nimbadas de nubes, los magníficos palacios, 
Los templos solemnes, el gran globo en sí, 
Sí, todo cuanto hereda, se disolverá, 
Y, como este insustancial espectáculo desvanecido, 
No dejará detrás un solo vestigio.

En la belleza de este poema hay algo más que la sucesión de imágenes melodiosas, y el tema de la disolución no se limita a tomar prestado su esplendor de las propias cosas disueltas. La verdad es mejor que las imágenes que, por bellas que sean en sí mismas, cobran vida en el acto de desvanecerse. El poeta les extrae su solidez estática y fragua una belleza que, de otro modo, sólo sería estatuaria y arquitectónica en la música, la cual, en cuanto ha sonado, se extingue. Las torres, los palacios y los templos se hacen vibrantes y se separan del exceso de vida que contienen. Ser pasajero es vivir; permanecer y continuar es morir. «Si el grano de trigo cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto.»
Alan Watts

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