8 mar 2016

EL HAMBRE / Martín Caparrós


Y mientras tanto el mundo sigue ahí, tan bruto, tan grosero, tan espantoso como de costumbre. A veces pienso que todo esto es, antes que nada, feo.
Repugna a cualquiera de las formas de la percepción la grosería de personas poseyendo, desperdiciando sin vergüenza lo que otras necesitan a los gritos. Ya no es cuestión de justicia o de ética; es pura estética. Digo: intentar que el mundo no nos siga saliendo tan horrible. La humanidad debería tener por lo que hizo con sí misma esa desazón que tiene el creador cuando da el paso atrás, mira su obra, y ve una porquería. La conozco.
Éste es un libro sobre la fealdad, la más extrema que puedo concebir. Éste es un libro sobre el asco —que deberíamos tener por lo que hicimos y que, al no tenerlo, deberíamos tener por no tenerlo. Callado, el asco se acumula. Somos nada, tan poquita cosa: suspiros en la corta vida de un peñasco perdido en un sistema solar ínfimo en una galaxia igual a miles de millones. Cuando lo sabemos —cuando nos descuidamos y pensamos— quizá la respuesta más razonable a esa comprobación sea aceptar nuestro destino y concentrarnos en lo más pequeño: nosotros mismos, nuestras vidas, lo poco con que elegimos o aceptamos rodearlas. Es una posibilidad y parece incluso lógica. Pero quizá la mejor respuesta a tanta pequeñez sea hacerse el tonto e ignorarla —y pensar lo más grande que nuestra ínfima escala nos permita. Sabiendo que puede ser inútil.
Y que, en general, no hay nada más inútil que lo útil. Queda dicho: hay cientos de millones de personas que no comen lo que necesitan. Más que dicho: hace unos años, Ban Ki Moon, secretario general de las Naciones Unidas, puso una cifra que quedó repetida y arrumbada: cada menos de cuatro segundos una persona se muere de hambre, desnutrición y sus enfermedades. Diecisiete cada minuto, cada día 25.000, más de nueve millones por año. Un Holocausto y medio cada año.
¿Entonces qué? ¿Apagar todo e irnos? ¿Sumirnos en esa oscuridad, declarar guerras? ¿Declarar culpables a los que comen más que una ración razonable? ¿Declararnos culpables? ¿Condenarnos? Suena hasta lógico. ¿Y después?

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