2 feb 2015

“La noche que Bolívar traicionó a Miranda” – J. J. Armas Marcelo

 

En sus ratos de tristeza al general Miranda le gustaba refugiarse en los recuerdos de Sonia Ostroversky en San Petersburgo. Sonia desnuda tocando al piano para él, oyente solo, espectador único, alguna parisina de Franz Joseph Haydn. Pero la Sayona le había descubierto su truco para rechazar las penas, se disfrazaba de Sonia y le interrumpía el placer. Entonces, al general Miranda se lo llevaban los demonios cuando notaba que la Sayona venía otra vez a buscarlo. Era una ligerísima corriente de aire gélido que le atería el corazón. De repente, casi al final de la vida, se daba cuenta de que se había vuelto viejo y que todos esos achaques supersticiosos formaban parte de la edad.

Todo empezó una tarde en la que, al regresar a Venezuela después de cuarenta años y seis supervivencias, vio en plena batalla que todos los que le rodeaban en su tienda de campaña de generalísimo eran mucho más jóvenes que él. La suerte de la vida que le había consagrado en su primera infancia Eulalia Rita, la ya vieja esclava de la familia que entonces ejerció de sacerdotisa en su ritual de iniciación a la inmortalidad junto a Marta Manuela, Juana Etelvina, María del Magdalo, Cayo Epícteto, Andrés Antonio, Marco Evangelista y Úrsulo del Carmen, sus otros esclavos domésticos, parecía empezar a abandonarlo en los últimos tiempos. “¡Qué vaina horrible, carajo, se me ha caído el viejo encima!”, se dijo inquieto.

Era julio esa noche en la que intuyó cercana la sombra de la Sayona, al otro lado del espejo frente al que reflexionaba sobre la rendición de sus tropas ante los ejércitos españoles de Monteverde. No hubo otro remedio, porque todo el mundo podía ver que lo había hecho para evitar una mayor matazón de la tropa de la república. “Los habrían aplastado uno a uno”, se dijo con la voz rasposa, cerrando los nudillos de las manos y dejándolas caer sobre la cómoda de caoba delante del espejo. Pero los mantuanos de Caracas no iban a entenderlo así y el general lo sabía. Desde la expedición   del Leander, unos años antes de ahora, no lo trajeron desde Europa para la rendición, sino como jefe militar para la libertad del país. Sabía también que nunca habían dejado de intrigar contra él. En los salones nobles de la casa del pez que escupe el agua y en otros palacetes criollos de Caracas, los amos del Valle lo habían perseguido a lo largo y ancho del mundo, desde su primer viaje a España hasta Vladivostok, convertido ya en coronel ruso junto a Catalina la Grande y Potemkin. Ahora estaba seguro de que iban a acusarlo de lo que lo habían acusado toda la vida, del peor de los pecados de un patriota, del peor de los actos de un alto jefe militar, del más horroroso de los crímenes que puede cometer un republicano convicto, confeso y libre: la traición a su propio país.

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